Quiero agradecer especialmente a Carlos Kuraiem, a quien conozco desde hace muy poco tiempo y sin embargo ha sabido leer lo que pasa por mi interior. Sus palabras me emocionaron y emocionaron a todos los presentes. Aquí se las presento para que también ustedes compartan esa misma emoción.
Tal vez no se escribe porque pasan cosas, sino para que las cosas empiecen a pasar.
Un niño entra al agua y el inmenso mar rebalsa.
El minicuento: un modo de relato que permite la utilización de los numerosos recursos de otras disciplinas literarias. Bajo su techo conviven el absurdo, la sentencia, lo contestatario, la fábula, lo biográfico, el ensayo, el catálogo de “hágalo usted mismo”, la alegoría, los pareceres, el humor y lo bíblico sobre todo. Lo bíblico sobre todo.
El Latinoamérica el género del cuento breve prendió entrañablemente en el siglo XX conquistando incondicionales amantes de su envase y contenido, investigadores y coleccionistas de su rico abecedario, fanáticos que le rinden culto todos los días en los templos del lenguaje.
Los iniciadores en la Argentina fueron probablemente Borges y Bioy Casares; en México, Julio Torri: en Venezuela, Armas Alfonzo; en Cuba, Virgilio Piñera. Pero sin dudas fue el guatemalteco Augusto Monterroso el que atrajo la atención sobre este tipo de narración breve y colaboró a que se afirmara y multiplicara su presencia con textos como el conocido “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
La mítica revista mexicana El Cuento lo difundió durante más de cincuenta años y hasta creó un concurso permanente rindiéndole tributo. Puro Cuento, de Mempo Giardinelli, hizo lo propio en nuestro país (1986-1992). Otras publicaciones de igual importancia tuvieron nombres ingeniosos como Maniático Textual y el Molino de Pimienta.
Héctor Faga cultiva prolijamente estos bonsai de la literatura. Cava en él y en cada texto hasta encontrar al escritor que, desde su puesto, hace chistes o cuenta a la par que trabaja, refiriéndose siempre a asuntos muy serios. Sin descuidar nunca su oficio, se distrae y nos distrae, nos señalo lo valiosa de la vida en el devenir del dolor y el placer.
Sin impacto, no hay cuento breve. Siempre es una seguidilla de golpes impensados que nos dejan groggy, hacen que nos pongamos en guardia para llegar lúcidos al próximo round y cada historia es un cigarrillo que se prende con el pucho de otro que se está por apagar. Procesión colorida, iluminada de ciudad, vicio, adicción o adopción de imágenes, el escritor sabe que va a terminar como el esclavo dentro de la pirámide que está edificando para otro. Un relato breve es un lugar bueno para morir -dice- excéntricos, raros, llenos de escondrijos de infinitas puntas suspendidos en un clímax rancio que como el vino o el alimento con el tiempo toma un sabor y olor más fuertes mejorándose o echándose a perder.
Desde plasmar un “equívoco”, “llamar a Alicia y que atienda Graciela”, “abrir el diario al revés todas las mañanas con el desayuno y completar la grilla de palabras cruzadas”, “descubrir -cuando un día te palpás y no te encontrás el cuerpo- que estás solo rodeado de espectros”; todo cabe en ese agujero que el personaje de uno de los relatos de Faga nos quiere vender por unas pocas monedas. Cientos de unos se pueden meter en él -como en el tronco de un baobab, en el que entran cien personas paradas, según cuentan-.
Un relato breve casi no ocupa lugar, aparece de la nada, dice lo que tiene que decir y continúa dejando el escenario del crimen envuelto de sospechas. ¿Cuál es la fórmula mágica? No se sabe. Hechos a la medida de las circunstancias, algunos acaban apenas empiezan -no, no piensen cualquier cosa, me refiero a su extensión; la del texto, digo-; otros incómodos y de mala gana dan la vueltita a la página para soltar su remate o su aullido.
Prosa poética, minirelato, narración breve, microcuento: un engranaje trabado, aceitado, casi perfecto. Hay palabras dentro de las palabras, otra mujer posible en esa mujer, ideas de las ideas, metáforas del sueño, vidas que se convierten en estatuas de sal o se esfuman como fantasmas en el verano, que es el peor de los desiertos. Hay ironías, risas, nunca final feliz.
Hay que escuchar la música de la materia y el espíritu, saber abandonar a tiempo la historia y, con un poco de suerte, tirar los buzios sobre la mesa a ver qué sale. Autor y lector son cómplices, van juntos a la par, unidos por “la inteligencia y el deseo”. Sumergidos en un barril de sensaciones, experimentan la tensión.
“Vi pasar tu mugre de laburante y me dije: -Éste no es un chorro! Éste es un pobre gil que depende de un sueldo y de un patrón sin alma que comercia con almas. ¡Pobre tipo! -pensé. Y continué barriendo la vereda”.
Escribe Héctor Faga sin compasión historias del deber ser y del sentir. Los paisajes, los plafones, los decorados de estas anécdotas se tiñen de alucinación y fantasía. Los personajes desfilan con un gesto de pesarosa incertidumbre en la maravilla del aire.
Este libro de Faga intenta y consigue quebrar la rigidez de tono burlón que en ocasiones se vuelve casi detectivezca, mezcla de novela negra y gotán al relatar lo propio y lo ajeno. Un libro donde uno puede respirar sin asfixiarse, donde la verdadera meta es crearse mientras “se va escribiendo”, atento al que tiene al lado, dejando una pista. Asomando del espiral de Ciento un relatos que siento uno, si la seguimos podemos encontrarnos un clavel o una granada de chasco.
Yo, Carlos, esta tarde convoco a su lectura.
Carlos Kuraiem
Diciembre de 2009, Sala Augusto Cortázar, Biblioteca Nacional